I Foro de Espiritualidad, Zaragoza – 12 Noviembre 2011
Javier Melloni
Descarga la conferencia aquí: LA ESPACIOSIDAD DEL SILENCIO – Javier Melloni
El silencio, más que ausencia de ruido externo, es ausencia de ruido interno, es decir, ausencia de ego. El ego es esa estructura psíquica y mental que hace que todo gire en torno a nosotros mismos, secuestrando la realidad en nuestra estrecha necesidad. Cuando logramos silenciarnos, se abre espacio en nosotros, lo cual permite percibir de otro modo la realidad. La espiritualidad es precisamente esta espaciosidad posibilitada por el acallamiento de la autorreferencia, un estado de apertura ante lo nuevo que se difracta en las tres dimensiones de lo real: la divina, la humana y la cósmica, que son unificadas en esta silente espaciosidad. Por ello es tan importante aprender a silenciarse: para espaciarse interna y externamente y dejar más lugar a lo Real.
1. EL SER HUMANO COMO CARENCIA Y OBERTURA BÁSICAS
Hay en el ser humano una carencia básica, y esa carencia es una posibilidad y una capacidad. Capax Dei, decían los antiguos, “capaces de Dios”. Somos receptáculos, concavidades creados para colmarnos de una inmensidad que sólo podemos contener en la medida que nos abrimos. Ahora bien, continuamente experimentamos que existen dos dinamismos muy diferentes de colmar esta carencia: uno es intoxicante y otro plenificante. Esto lo han señalado todas las tradiciones espirituales.
La manera tóxica de colmar nuestra carencia está narrada en el relato del Génesis: cuando, incapaces de conteneros, arrebatados por la ansiedad que proviene de nuestra sensación de vacío, arrancamos el fruto del Árbol de la Vida. Este arrebatamiento ciego, que no sabe ni puede sostenerse en el don, supone la desmembración, la atomización del Paraíso. Acallamos el ruido de nuestra necesidad con más ruido todavía, un ruido que no se puede ya detener y que acaba convirtiéndose en grito, gemido o alarido. El vacío sigue ahí, intacto y cada vez mayor. Atrapados por nuestros propios deseos vamos aumentando el círculo de nuestro confinamiento y la perspectiva egoica va construyendo su propia prisión.
Por el contrario, hay un modo de habérselas con nuestro vacío esencial, un modo de acogerlo, de acallarlo y de colmarlo que nos regenera y nos dirige hacia nuestro Centro. Esta disposición a recibir es a lo que llamamos silenciamiento. Nos va la vida personal y colectiva en cómo colmamos nuestra concavidad esencial.
Por el primer modo, tenemos todos los medios para exterminarnos los unos a los otros; por el segundo modo, disponemos también de los medios para hacer de la Tierra un paraíso. Un Paraíso que nunca ha estado atrás sino adelante, como un horizonte de posibilidad y una llamada presentes desde el principio. Una de las vías de acceso es el silenciamiento, el cual comprendemos como una práctica iniciática. Iniciática por dos razones. En primer lugar, porque el silencio nos conduce a nuestros Orígenes, a nuestros inicios. En palabras de Chögyan Trungpa, un maestro tibetano:
Fundamentalmente sólo existe el espacio abierto, el fundamento único, lo que somos realmente. Nuestro estado mental más fundamental, antes de la creación del ego, es de tal naturaleza que se da en él una apertura básica o prístina, una libertad básica, cierta cualidad de espaciosidad. Aun ahora y desde siempre hemos tenido esta cualidad abierta[1].
Se trata, pues, de descubrir y consolidar las prácticas que permitan reestablecer este estado original de apertura que nos permite acoger cada momento en estado de transparencia y de receptividad.
En segundo lugar, hablo de práctica iniciática porque el silenciamiento es un camino que sólo se puede recorrer de comienzo en comienzo. Inacabable es el misterio que se abre a través de esta espaciosidad cuando sabemos adentrarnos en ella.
Al practicar el silencio se despliega lo que está en el comienzo como posibilidad de cada instante. Cada cual debe decidir si va a seguir arrancando el fruto del Árbol de la Vida o si va disponerse para recibirlo.
2. EL APRENDIZAJE DEL SILENCIO
El silencio es, de entrada, sustracción de ruidos y sonidos, de imágenes y conceptos que crea el deseo. Esta sustracción es la que permite el desenganche. Al desapegarnos, se abre un espacio nuevo. ¿Por qué nuevo? Porque deja de ser la repetición de las necesidades del ego. El ego es hijo del instinto de supervivencia. Construye todo un mundo en torno suyo para asegurar su pervivencia. Pero a costa de hacer trizas la gratuidad. Todo existe en función de la propia necesidad, de modo que no ve rostros ni cosas, sino presas para calmar ese vacío esencial.
Nuestra cultura optó en un momento dado por extrovertir el deseo en lugar de ir a su origen para interrogarlo y dirigirlo en otra dirección. Trabajar el silencio implica recorrer el camino inverso, lo cual significa ir contracorriente, no sólo de nuestro medio cultural sino de nosotros mismos, de nuestros hábitos e inercias. Por ello el silencio es infrecuente, aunque hay anhelo y urgencia civilizatorios por alcanzarlo.
Callar significa acallar, apaciguar los imperativos del yo de modo que dejen espacio a lo Otro, a los otros y a lo otro. Todos sabemos de las dificultades para lograr este acallamiento y de las estrategias que despliega el ego para eludirlo. Nuestra compulsión existe hasta que somos capaces de entrar en otro ámbito de nosotros mismos. Entonces, el aferramiento a esa desorganización interna se disuelve. Ya no necesitamos su función. Al proceso de desprendimiento del ego es a lo que llamamos silenciamiento, en cuanto que su disolución o desalojo dan pie a una nueva espaciosidad. Ésta consiste en dejar ser a la realidad tal como es. En este dejar ser, se descubre una nueva relación con las personas, con el mundo y con Dios mismo. Nuestro entorno deja de estar autorreferrido, dejamos de estar pendientes de ganarlo o de perderlo, sino que simple y puramente está ahí, ofrecido, como posibilidad. Cuando desaparece la necesidad, ya no existe la atracción o la repulsión, la selección o el rechazo. La vida está ante uno ofreciéndose, a la vez que uno también se siente llamado a entregarse.
Se abre así la trascendencia, todo Aquello que está siempre disponible y que se resiste a ser encerrado en los contornos de ningún yo. Acontece entonces la experiencia de ser y del Ser y el camino hacia la transparencia plena. Pero para que la trascendencia y la transparencia advengan, ha de darse la abstención y cesión del mundo que continuamente construimos desde nosotros para atacar o para defendernos. He aquí unas sorprendentes palabras del escritor checo Franz Kafka:
No hace falta que salgas de la habitación. Quédate sentado a la mesa y escucha. Ni siquiera escuches, simplemente espera. Ni siquiera esperes. Quédate en silencio, en quietud y en solitario. El mundo se ofrecerá libremente a ti. Será desenmascarado, no tiene elección. Se desplegará en éxtasis a tus pies[2].
Ahora bien, el reto que tenemos es que esta obertura no suceda en una habitación cerrada, sino en el corazón de la vida, en medio de la cotidianidad. No basta con que se nos dé en el silencio de la meditación, en quietud y en solitario, sino en medio de la plaza del mercado, en el autobús, en el lugar de trabajo, en el trajinar doméstico.
Hemos de alcanzar el silenciamiento en el mismo terreno donde se produce el ruido. Las diversas tradiciones espirituales han propuesto a lo largo de su historia múltiples caminos para adentrarse en la profundidad de lo Real. Pero todas ellas comienzan por el más básico de los soportes, que es común no sólo a los seres humanos sino a todos los seres vivos: la respiración. En ella está inscrita el ritmo básico de la vida: con la inspiración recibimos la existencia y con la exhalación la entregamos, devolviéndole a la vida aquello que se nos ha confiado. Participar de este flujo continuo de acogida y de desprendimiento permite ir abriendo un espacio nuevo que dispone para recibir todas las cosas de un modo diferente.
Vamos a ver con un poco más de detenimiento cómo el silencio espacia cada uno de los tres grandes ámbitos a los que me he referido al comienzo: nuestra relación con Dios, con los demás y con las cosas, y cómo ello transforma nuestro modo de actuar.
3. ÁMBITOS DEL SILENCIAMIENTO
3.1. El espaciacimiento de nuestra relación con Dios
Las religiones nos dotan de un lenguaje sobre la Realidad última y lo nutren con relatos, textos, creencias, dogmas, pautas de comprensión y de comportamiento. Todo ello es necesario, pero tiene el peligro de saturar la mente con palabras y conceptos sobre aquella Profundidad que ninguna palabra ni ningún concepto pueden agotar. El silencio introduce una oquedad en cada palabra y texto sagrados remitiéndolos a ese Fondo del que emergen. Sin este silencio, tenemos el peligro de confundir nuestras palabras y nuestros conceptos sobre Dios con Dios mismo. El silencio de la oración permite ir tras lo que subyace a la misma oración. En palabras de una Upanishad:
Aquello es distinto de lo conocido y está más allá de lo desconocido. Esto es lo que escuchamos a los antiguos maestros (rishis) que nos lo explicaron.
Lo que no puede expresarse en palabras y sin embargo es por lo que las palabras se expresan, eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede pensar con el pensamiento y sin embargo es por lo que el pensamiento piensa, eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede ver con los ojos y sin embargo es por lo que los ojos ven, eso es en verdad el Absoluto, y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede oír con el oído y, sin embargo, es por lo que el oído oye, eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede respirar con el aliento de la vida y, sin embargo, es por lo que ese aliento respira, eso es en verdad el Absoluto, y no lo que las gentes adoran[3].
En el actual encuentro entre las religiones, practicar este silenciamiento es fundamental para poder ir más allá de la diversidad de nombres con los que nos referimos a la Realidad Última y para comprender el horizonte común que señalan. Las religiones están más que nunca necesitadas de este acallamiento para que abran en lugar de cerrar el espacio que delimitan. El Maestro Eckhart tiene una contundente expresión: “Pidamos a Dios que nos libre de Dios y alcancemos la verdad plena”[4]. Por “liberarse de Dios” entiende desprenderse de las imágenes que nos hacemos de Él. Cuando se produce el silenciamiento quedamos liberados de todo concepto, imagen o idea y entonces puede revelarse en lugar de quedar confinado a las proyecciones o anticipaciones que continuamente nos estamos haciendo de Él.
La Palabra sagrada brota como éxtasis del silencio y retorna a ese silencio como a su lugar matricial. En un momento de crisis del lenguaje religioso, este camino apofático es fundamental no sólo para la teología sino también para la liturgia. Por liturgia me refiero a la celebración comunitaria del Misterio. El exceso frecuente de palabras discursivas y exhortativas de muchos encuentros religiosos tiene que encontrar en el silencio su medio regenerador. Hay que ser valiente y disciplinado para callar en lugar de hablar. Sólo este silencio es capaz de abrir ámbitos nuevos de significación.
3.2. El espaciamiento en nuestras relaciones con los demás
También nuestras relaciones humanas están llenas de ruido, saturadas de prejuicios, convencidos de que ya conocemos o sabemos todo de los demás, empezando por los que convivimos más de cerca. Ello nos impide abrirnos al misterio de cada persona. Silenciarse significa dejar que el otro irrumpa en su alteridad radical, permitir que nos sorprenda con su misterio inalcanzable. Toda palabra que pronunciemos debería nacer de esta capacidad de escucha. Nuestros diálogos deberían estar hechos de esta atención al otro. De este modo, cada encuentro sería un nacimiento porque algo nuevo aparecería entre los que han hablado. Dialogar es intercambiar semillas para que germinen en cada cual. De hecho, no deberíamos decir más que lo que el otro puede recibir como gestación de ulteriores comprensiones.
El silenciamiento trata de acallar las palabras y posibilita acceder a una comunicación que es anterior y posterior al lenguaje. Hijos del verbo y de los discursos, nos cuesta imaginar unas relaciones que no pasen la palabra. Hablamos para comunicarnos pero todos tenemos experiencia de la calidad de comunicación que se establece por medio del silencio, en el cual se produce muchas veces una comprensión mucho mayor.
En una ocasión, un anciano indígena norteamericano fue entrevistado por un antropólogo. A cada pregunta de éste, el nativo tardaba en contestar. Impaciente por la lentitud de sus respuestas, el entrevistador acabó inquiriéndole porqué tardaba tanto en responder. El anciano le respondió que trataba de escuchar de dónde nacían sus preguntas. Sólo así sus respuestas podían salir al encuentro de las preguntas que le hacía.
El silencio permite identificar el origen de las palabras que intercambiamos. Más allá de su adecuación o inadecuación, la sabiduría consiste en llegar hasta su fuente y calmar la sed. Alcanzada esa lejanía, esas palabras entran en nuestra profundidad y nos tocan. Acogiéndolas en nuestro centro, somos capaces entonces de responder fecundando al otro tal como él o ella nos ha fecundado por su hablar. El arte de hablar es pues, inseparablemente y al mismo tiempo, el arte del escuchar. Para ambas cosas se requiere silenciamiento.
3.3. El espaciamiento de nuestras relaciones con las cosas
Entramos en contacto con el mundo a través de los sentidos. Son cinco aperturas con las que nos relacionamos con nuestro entorno y con las cosas. Esta relación puede ser depredadora y violentadora o receptiva y profundamente respetuosa.
La tentación de nuestra cultura es acumular sin tener tiempo ni para agradecer ni para disfrutar. La inmediatez de la satisfacción que nos proporciona nuestra sociedad de la abundancia nos hace incapaces de contenernos y también incapaces de compartir. Silenciar el deseo implica el ejercicio de la austeridad que a la vez posibilita la solidaridad. “Tener menos para tenerse más” decía el cantoautor Facundo Cabral.
Bombardeados y capturados por la cultura publicitaria en la civilización urbana, la saturación de los sentidos encuentra un efecto sanador en el éxodo a la naturaleza durante los fines de semana. Estar ante el mar o en las montañas sin ningún interés específico como no sea la misma contemplación es uno de los caminos de silenciamiento a los que nos venimos refiriendo. En el Zen se habla de la diferencia entre la “mirada flecha” y la “mirada copa”. La primera es capturadota y discriminadora; la segunda es abierta y espaciosa. Lo mismo se puede decir de los demás sentidos: escuchar, en lugar de simplemente oír; palpar, oler y gustar con calidad de atención y de conciencia en vez de compulsivamente. La persona recibe el hálito vivificador y regenerador del goce de los sentidos sin ego. Vale la pena traer aquí el testimonio de un filósofo contemporáneo, André Compte-Sponville, autor de El alma del ateísmo[5], que se declara ateo pero que no niega para nada la dimensión espiritual del ser humano. A los veinticinco años tuvo la siguiente experiencia caminando por unos bosques del norte de Francia, al terminar su jornada docente:
Después de cenar, salí a pasear con algunos amigos por un bosque al que amábamos. Estaba oscuro. Caminábamos. Poco a poco las risas se apagaron; las palabras escaseaban. Quedaba la amistad, la confianza, la presencia compartida, la dulzura de esa noche y de todo… No pensaba en nada. Miraba. Escuchaba. Rodeado por la oscuridad del sotobosque. La asombrosa luminosidad del cielo. El silencio ruidoso del bosque: algunos crujidos de las ramas, algunos gritos de animales, el ruido más sordo de nuestros pasos… Todo eso hacía que el silencio fuera más audible. Y de pronto, ¿Qué? ¡Nada! Es decir, ¡todo! Ningún discurso. Ningún sentido. Ninguna interrogación. Sólo una sorpresa. Sólo una evidencia. Sólo una felicidad que parecía infinita. Sólo una paz que parecía eterna. EL cielo estrellado sobre mi cabeza, inmenso, insondable, luminoso, y ninguna otra cosa en mí que ese cielo, del que yo formaba parte, ninguna otra cosa en mí que ese silencio, que esa luz, como una vibración feliz, como una alegría sin sujeto, sin objeto (sin otro objeto que todo, sin otro sujeto que ella misma), ¡ninguna otra cosa en mí, en la noche oscura, que la presencia deslumbrante de todo! (…). Ya no había palabras, ni carencia ni espera: puro presente de la presencia. Apenas puedo decir que paseara: sólo estaba el paseo, el bosque, las estrellas, nuestro grupo de amigos… Ya no había ego, únicamente la presentación silenciosa de todo[6].
No siempre estamos tan abiertos, ni internamente tan disponibles para que se dé una experiencia de este tipo. Sin embargo, todos hemos tenido, en algún momento, atisbos de ella. El goce estético puede llegar a ser una variante de esto mismo, a través de formas creadas por el ser humano, como son las obras de arte. Los sentidos, en lugar de capturar, se dejan tomar, y en esta pasiva capturación liberan a la conciencia egoica de su confinamiento en su naturaleza escindida. Cuando la espaciosidad de la experiencia estética se da, abre a la comunión con determinadas formas del mundo y esa comunión no sólo ensancha sino que trasciende. El yo que regresa después de haberse trascendido ya no es tan estrecho como antes. En ello reconocemos si hemos tenido una verdadera experiencia estética. En cambio, cuando los sentidos sólo atrapan en lugar de ser capturados, no hay silenciamiento ni experiencia espiritual, que es la culminación de la experiencia estética. Por el contrario, cuando nos dejamos tomar por lo que contemplamos, regresamos a un lugar distinto del que partimos.
Por otro lado, La calidad de lo que tenemos ante nosotros influye en la capacidad de silenciarnos. No todos los lugares de la naturaleza tienen la misma capacidad de afectarnos así como hay diversas calidades en las obras de arte. La belleza consiste precisamente en ese poder que tiene de trascendernos, de elevarnos por encima de nosotros mismos a regiones de otro orden.
3.4. El camino de la acción
Estas tres actitudes –ante Dios, ante los demás y ante la naturaleza- repercuten en nuestro modo de actuar en el mundo. En todas las tradiciones, la acción aparece como el criterio de verificación definitivo que acredita el proceso de transformación. Sentidos, afectos y conocimiento se concentran en la acción y son dinamizados por ella en nuestra manera de estar en el mundo. Se trata del retorno al mercado de los cuadros clásicos Zen sobre el pastor de bueyes: el proceso no se termina en el octavo cuadro -un círculo vacío en el que la mente ha entrado en samadhi o se ha producido la iluminación-, sino en el décimo: en la imagen del sabio que es capaz de estar en el ajetreo de la plaza pública con la misma serenidad y lucidez que cuando está meditando en su celda o en el silencio de la naturaleza.
La acción es superior a la pasividad de la contemplación porque participa del acto creador de Dios. En el mismo sentido habla el Bhagavad Gita:
Haz tu tarea en la vida, porque la acción es superior a la inacción. Ni siquiera el cuerpo podría subsistir si no hubiese actividad vital en él (3,8).
Este modo de regresar al mercado no es el mismo que antes de hacer el camino ni es el mismo de los que no han hecho silencio antes de llegar a la plaza. La manera de estar en ella está exenta de avidez o de engaño. La acción brota como compasión y servicio a una causa común que supera los intereses cortos y autocentrados de la propia perspectiva. Todo se juega en no buscar los frutos inmediatos de la acción como tantas veces dice el Bhagavad Gita:
Concentra tu mente en tu trabajo pero nunca permitas que tu corazón se apegue a los resultados. Nunca trabajes por amor a la recompensa y realiza tu trabajo con constancia y regularidad (BG 2,47)
Realiza tu trabajo en la paz del yoga, lejos de todo deseo egoísta; desapegado del éxito tanto como del fracaso. La paz del Yoga es estable y permanente pues trae equilibrio a tu mente (BG 2,48).
Este silenciamiento es fundamental y urgente para que nuestro paso por la tierra no provoque un ruido molesto o ensordecedor. De una presencia sin ego brota una acción que no es mero hacer, sino actuar personal y consciente por el que se manifiesta la transformación que opera en nosotros el camino interior. El Maestro Eckhart también habla de esta prevalencia de la acción en la interpretación que hace del pasaje de Marta y María. María y no Marta es la incompleta, porque su necesidad de silencio y contemplación la incapacitan para el servicio. Marta está más avanzada en el camino espiritual porque su estado contemplativo incluye la actividad: “Marta conocía mejor a María que María a Marta, pues había vivido más y mejor; pues la vida proporciona el conocimiento más noble”[7]. Marta entiende mejor que María que lo único necesario no le será arrebatado en la acción, porque no hay nada que perder, nada en lo que detenerse, nada en lo que ensimismarse cuando se está en el corazón de la Vida, sino que “quienes ordenan todas sus actividades según el modelo de la luz eterna están libres de trabas; y éstos están junto a las cosas, pero no en las cosas. Están muy cerca de ellas y por eso mismo no tienen menos que si estuviesen allí arriba en el círculo de la eternidad”[8]. Con todo, Marta todavía tiene que crecer, porque en su acción aun había una queja. No está todavía unificada en ella la acción y la contemplación. ¿Cuál es, en cambio, ese “círculo de la eternidad” al que refiere el Maestro Eckhart que está “ahí arriba”? No es otro que el flujo continuo de vida que está saliendo y regresando permanentemente, entregándose y recibiéndose continuamente de la Profundidad de lo que es. Ese “ahí arriba” no está en otro lugar que la mismidad de cada acto y de cada momento cuando se realizan íntegra e integralmente desde la hondura del Ser.
Una persona con un ego silenciado trabaja para la totalidad, más allá de las perspectivas parciales. En definitiva, el silenciamiento que se pretende es ausencia del sentimiento del yo y de lo mío, como dice el Bhagavad Gita:
“La persona que abandona el orgullo de la posesión y de la pretensión, libre del “yo” y de “lo mío”, alcanza la paz suprema” (2,71).
Tal persona realiza acciones completas, no fragmentadas ni escindidas. Vive en un estado unificado, con una mirada capaz de percibir el todo en la parte y la parte en el todo. Esta doble perspectiva no surge como un esfuerzo ni es resultado de una conquista sino que brota de la percepción del Fondo que subyace a todo.
4. EL FRUTO DEL SILENCIAMIENTO
En definitiva, el silenciamiento crea las condiciones para que se abra ese espacio nuevo que posibilita la transformación, el trascendimiento. Esta presencia triádica –silenciamiento, espaciosidad y trascendimiento- se puede dar en cada uno de los ámbitos que hemos mencionado. Cuando esto sucede, se produce entonces la experiencia de no-dualidad, que es la conciencia de que todo existe en la Presencia que todo lo abarca: “En Él somos, nos movemos y existimos”, con palabras de San Pablo (Hech 17,28).
La no-dualidad surge como resultado de la extinción de la conciencia de un yo separado de su entorno, en cualquier de las cuatro direcciones que hemos visto. La percepción no-dual del mundo es un retorno a la espaciosidad del Paraíso, que no es un lugar sino un estado que está latente en todos los lugares. Se da entonces el estar en el mundo sin interpretarlo, percibiendo el rostro original de las cosas, inmediato y sin velo. Entonces se descubre que Él es todas las formas, directa e inmediatamente, y el que Él es Sin Forma. Los sentidos, los afectos, la razón y la acción pueden guiar hasta el umbral, pero no pueden entrar. Han de silenciarse para que dejen de construir y puedan recibir.
El centro de la persona se sitúa en esa Potencia primera, de la que todo emerge antes de difractarse en formas. Como dice el Maestro Eckhart, antes de que el Hijo sea engendrado, no hay Dios ni criaturas, un estado de plenitud vacuizante:
“En esta Potencia, Dios se halla dentro, floreciendo y reverdeciendo con toda su deidad, y en esa misma Potencia engendra a su Hijo unigénito (…). Esa Potencia está libre de todo nombre y desnuda de toda forma, totalmente vacía y libre, como vacío y libre es Dios en sí mismo. Es tan completamente una y simple como uno y simple es Dios, de manera que no se puede mirar en su interior”[9].
Como criaturas, somos el resultado de la expansión de esa Potencia, de este engendrarse del Padre en el Hijo, apareciendo en la dualidad y en la diversidad[10]. Nuestro modo de regresar a la Unidad es por medio del atravesar, dejando de aferrarnos a las cosas, ideas o personas. No se trata de dejar de existir, como si ese momento anterior a la dualidad fuera desintegrador, sino que se trata de un nuevo modo de estar en el mundo sin chocar con cada obstáculo.
Todo ello conduce a un estado de entrega cada vez más total. El doble movimiento en Eckhart del engendrar y el atravesar está presente en la respiración a la que me he referido anteriormente. Uno se siente participar de este flujo continuo que brota del engendrar –lo cual se corresponde con el tiempo de la inspiración- y del atravesar –que se corresponde con el tiempo de la exhalación-, en un recibir y entregarse permanentes, sin retener nada. Nos descubrimos entonces que originalmente somos este espacio abierto que toma en nosotros la forma concreta de quienes somos: el contorno de una espaciosidad sin límites. Toda la Realidad es la que está continuamente brotando desde el Fondo de sí misma hacia el Fondo de sí misma a través de cada individuación. Cuando el contorno que somos se hace consciente de ello y se entrega, entonces tiene ante sí toda la realidad abierta, virgen, por explorar.
Nuestra cultura tiene más que nunca necesidad de cultivar este silencio. Un jesuita, que vivió durante años entre los aymaras de los Andes bolivianos, buscaba un día a don Genaro, un hombre sabio de la región. Se acercó a su poblado y los vecinos le dijeron que se había ido a lo alto de un cerro –señalándolo se le podía ver a distancia- y que volvería más tarde. Al cabo de unas horas el jesuita volvió a preguntar por él y le dijeron que don Genaro seguía en lo alto del cerro. Avanzaba el día y volvió a preguntar por él y le volvieron a responder que el anciano seguía en lo alto del cerro. Entre extrañado e impaciente, el jesuita preguntó a los aldeanos: – ¿Y qué hace tanto tiempo allí arriba? Le contestaron: – Está llenándose de luz.
De esto se trata precisamente: de que dediquemos y cuidemos tiempos diarios y prolongados para tomar distancia respecto del llano y llenarnos de luz. Cuando vivimos así, dejamos que las personas, cosas y acontecimientos sean y fluyan por sí mismos, sin violentarlos según nuestras expectativas y deseos, y de este modo se revela el Fondo que lo sostiene todo. En palabras de una tradición cercana a aquella, el pueblo lakota de los indígenas norteamericanos:
Cada paso que des en la tierra debe ser una plegaria.
La fuerza de un alma pura y buena
está en el corazón de cada persona
y crecerá como una semilla
cuando camines de forma sagrada.
Y si cada paso que das es una plegaria,
entonces caminarás siempre de forma sagrada[11].
¿Y dónde habrá de acontecer esto si no es en la más cercana y palpable cotidianidad, espaciada ahora y en cada momento por el cultivo humilde pero tenaz del silenciamiento?
[1] Más allá del materialismo espiritual, Ed. Estaciones, Buenos Aires, 1998, p.122.
[2] “Consideraciones acerca del pecado, el sufrimiento, la esperanza y el camino verdadero” en: FRANZ KAFKA, Aforismos, visiones y sueños, Librodot, p.14.
[3] Kena Upanishad, I,4-9, en: La sabiduría del Bosque, Trotta, Madrid, 2003, p.88.
[4] El fruto de la nada, Siruela, Madrid 1998, p.77 y 80.
[5] Paidós, Barcelona, 2006.
[6] Ib., pp.164-165.
[7] El fruto de la nada, Siruela, Madrid, 1998, p.104.
[8] Ib., p.106.
[9] El fruto de la nada, p.45.
[10] El autor que ha analizado con mayor agudeza este doble movimiento es el filósofo japonés SHIZUTERU UEDA, Zen y filosofía, Herder, Barcelona, 2004, pp.51-134.
[11] JOSEPH BRUCHAC, La sabiduría del indio americano. Antología, Ed José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 1997, p.80